martes, 28 de octubre de 2014

LA ALMAZARA DE PALACÉS por Jema Bonillo Díaz



INTRODUCCIÓN

En Palacés, los primeros asentamientos humanos, según las excavaciones y estudios de los Siret así como de su divulgación y ampliación por parte del profesor García Gallego en su Historia de Zurgena, se remontan al Periodo Neolítico. Yo no voy a ir tan lejos en el tiempo, pero os voy a relatar algunos aspectos de nuestra barriada, y sobre todo, lo que he ido averiguando sobre nuestra vieja almazara.

 GRAN ORZA PARA ACUMULAR EL ACEITE. ALMAZARA BONILLO, PALACÉS.


Los sistemas de regadío ideados por los árabes durante la dominación musulmana, (siglos VIII al XV), pusieron los cimientos para que Palacés se convirtiera, en siglos posteriores, en una sociedad capaz de organizarse, autoabastecerse y satisfacer sus propias necesidades. Esta sociedad autárquica se debe a dos importantes factores:

Primero: La riqueza agrícola de su pago, regado por la cimbra y por las avenidas del rio Almanzora. Éstas, canalizadas por la boquera, lo fertilizaban con los limos que traían en suspensión, a la vez que evitaban con el lavado de la tierra la salinización de la misma. En él se producían verduras, hortalizas, frutas y cereales.

PALACES ES UNA POBLACIÓN QUE COMPARTE CON OVERA MUCHAS TRADICIONES Y COSTUMBRES.
 Por encima del nivel de irrigación de la cimbra, un segundo pago, el de tahúllas, con el agua captada en la superficie del rio, en una zona del mismo más alta que la cimbra. En estos terrenos se plantaban olivos, almendros y frutales y en buenos años hortalizas.

En las tierras de secano había higueras, olivos centenarios y almendros; además se sembraba cebada y garbanzos  en años lluviosos.

Segundo: Importantes instalaciones e infraestructuras, de las que conocemos una almazara, dos molinos harineros de cubo, varias tejeras y un buen número de caleras, hornos de yeso, eras de trillar y hornos de pan.

Existen suficientes indicios arqueológicos para considerar que Palacés fue una villa romana en los primeros siglos de nuestra era. A mí, me gusta pensar que éste es el origen de nuestro viejo molino de aceite del que ya queda poco más que ruinas.  A partir de éstas, intentaré reconstruir algo de su pasado e, inevitablemente, algunos de mis recuerdos  ligados a esta vieja instalación.

LOS CORREOS ES UNA CORTIJADA ENCIMA DE UNA LOMA, ATAYA DE PALACÉS.

UBICACIÓN

El edificio, de una sola planta, está situado en Los Correos, adosado a la casa de Mari Carmen García (antiguamente le de Pedro García Bonillo) y separada por El Callejón de la casa de Agustín Bonillo Pérez, (mi padre).

La ubicación no es casual, ya que se encuentra próximo a la acequia de la cimbra, de la que se recogía el agua necesaria para el proceso de obtención del aceite, así como para la limpieza del recinto y aperos.

Sus dueños a finales del siglo XIX y principios del XX eran los hermanos Pedro, Agustín (mi bisabuelo), Ana, Flor y Francisca Bonillo Rodríguez.

En las primeras décadas del siglo pasado, la almazara era un condominio de seis partes de  los herederos de la familia Bonillo arriba mencionada. La distribución de titularidad era la siguiente:

-Pedro Bonillo Domínguez, heredero de Pedro Bonillo Rodríguez - Dos partes.

-Agustín (mi abuelo), Antonio  y Ana María Bonillo Giménez,  herederos de Agustín Bonillo Rodríguez - Una parte.

-Pedro García Bonillo, heredero de Ana Bonillo Rodríguez - Una parte.

-Juan Sola Bonillo, heredero de Flor  Bonillo Rodríguez - Una parte.

-Juan Perales García, heredero de Francisca Bonillo Rodríguez - Una parte.

En 1959, mi abuela Ángeles Pérez Gómez, viuda de Agustín Bonillo Giménez, la compró al resto de herederos por la cantidad de 4.500 pesetas. Fue propiedad de mi padre, Agustín Bonillo Pérez y en la actualidad lo es de sus cuatro hijas entre las que me cuento.

DECADENCIA

El alto número de propietarios y la pequeña producción de la zona, fueron las causas de la escasa rentabilidad que propició su desuso entre 1920 y 1930.


LA ALMAZARA DE PALACÉS CUENTA EN UNO DE SUS MUROS CON UNA MURALLA IMPRESIONANTE

EL EDIFICIO

Para la construcción se utilizaron muros de mampostería ordinaria con mortero de cal y revestidos con el mismo material, las trojes con una base variable, entre 0,5 m 2 y 1,5my una altura media de 0,8 m se realizaron con la misma técnica.

El tejado es de colañas de madera y cañizo con alcatifa de arcilla y paja y cubierta con teja árabe.

El recinto de 200 m2 construidos se distribuye de la siguiente manera:

a)      Entrada cubierta  de 37 m2 rodeada de trojes para el almacenamiento de la aceituna.

b)     Patio con una zona porticada con trojes de 42 m2.

c)      Cuadra de 14 m2 en la pared noreste.

d)      La prensa y el hogar para calentar el agua de la caldera se encuentran en la pared noroeste

e)     Dependencia en la pared suroeste en la que se encuentra una orza para almacenamiento de aceite, de 300 arrobas de capacidad y donde debía haber tinajas más pequeñas y recipientes medidores de diferentes cabidas.

En varias paredes se observan hornacinas, se supone que para colocar útiles de molienda.

f)       Patio de elaboración con una superficie de 46 m2, donde se encuentra el mecanismo de molturación.







ESTE HUECO EN EL GRUESO MURO ALBERGABA UNA DE LAS DOS PRENSAS.





MECANISMO DE MOLTURACIÓN

El mecanismo de molturación de la almazara de Palacés es un molino de rulo, también llamado de empiedro cónico, que se empezó a usar en España a finales del siglo XVIII en sustitución del molino romano de piedra cilíndrica. 
UNO DE LOS HUECOS DEL TORNILLO QUE REALIZABA LA PRENSA DE LA ACEITUNA


Consta este empiedro Cónico de la solera y un rulo.

La solera es una base circular de conglomerado granítico con una zona de molturación llamada alfarje y un canal perimetral donde se recogía la pasta húmeda de aceitunas trituradas. Esta base mide 2,3m de diámetro y en el centro de la misma, se alojaba un eje metálico, alrededor del cual giraba el rulo.

El rulo troncocónico rotatorio, del mismo material que la base, de 0.85m de arista y 0.70 m de diámetro exterior, tenía un eje central articulado al de la base que acababa en un arnés metálico con un enganche para un mulo o una burra.

La novedad de este molino frente al romano consistía en sustituir las piedras cilíndricas por las  troncocónicas. Al coincidir el desarrollo de la superficie del cono exactamente con la del sector del círculo recorrido de la solera, permitía un mayor efecto de trituración y una menor resistencia pasiva del mecanismo.

EL RULO CÓNICO PARA MOTURAR LA ACEITUNA


MOLIENDA

La aceituna acumulada en las trojes se situaba sobre el alfarje normalmente mediante una tolva adosada al eje central de la solera. Ésta era triturada por el rulo, accionado por la fuerza de tracción de un animal de tiro que  giraba alrededor de la base a modo de noria.

 La fuerza centrífuga de la piedra al girar iba desplazando la mezcla de olivas molidas, sin romper el hueso para que el aceite no amargara, hacia el canal circular, de donde se recogía para su transporte a la prensa.




OBTENCIÓN DEL ACEITE

La masa de aceitunas se trasladaba del canal circular a seras de pleita de esparto. Éstas tenían un agujero central y, colocadas unas sobre otras, se situaban en una prensa de madera con un tornillo sin fin del mismo material, accionada manualmente. Al presionar la masa, se obtenía el aceite de mayor calidad, y una segunda prensada, esponjada con agua caliente, proporcionaba otro de calidad inferior.

Mediante canalillos situados al pie de la prensa  se llevaban todos los fluidos obtenidos hacia diferentes tinajas soterradas en las que se producía la decantación natural de alpechines  y aceite.

 Los alpechines se vertían en un estanque situado fuera del edificio denominado balsa de turbios. Los residuos sólidos, la sipia u orujo, se entregaban al cliente juntamente con el aceite obtenido, a excepción de un porcentaje llamado maquila, que era el precio a pagar por los servicios de atroje y molienda.

El aceite  de la maquila se almacenaba en una enorme tinaja de barro y era la ganancia de los almazareros.

CASA DE LOS BONILLO ENEJA A LA ALMAZARA

MIS RECUERDOS

Buena parte de mis recuerdos infantiles están ligados a la almazara. Con sus recovecos y sus trojes era el sitio ideal para jugar con mis hermanas, primos y vecinas a las casicas, el escondite y a las batallas, pero el mejor y más divertido de todos era la guerra sin fin que librábamos contra mi tío Baltasar un verano tras otro. Consistía en atrancar la puerta vieja y llena de agujeros con cerradura, palotes y enseres y, a continuación, nos escondíamos por todo el recinto. Mi tío con la pericia de un ¨caco¨, quitaba las dos vueltas de llave, neutralizaba pestillos, despejaba la entrada y después, con una gran cantimplora de agua, nos perseguía y nos mojaba sin piedad y por igual a grandes y chicos mientras huíamos despavoridos por todos lados.

VISTA INTERIOR DE LA ALMAZARA
Hasta la década de los sesenta fue el hogar de nuestro ¨utilitario ecológico¨ la burra ¨Morena¨, animal noble y tranquilo que dejó de existir de pura vejez.

 El último habitante de la almazara, en los setenta, fue ¨el Falconeti¨, un pájaro de perdiz tuerto y alicorto, a medias de mi padre y de mi tío, y que a pesar de su aspecto poco gallardo, era de tal bravura cantando que, cuando lo llevaban de caza, no había congénere que se le resistiera.

En la actualidad, las viejas piedras de nuestro molino de aceite, cada vez con menos memoria debido al deterioro del desuso, siguen dando testimonio de tiempos pasados, que si no mejores, lo fueron de mayor actividad y permitieron a los habitantes de Palacés enfrentarse a su futuro con inteligencia, valor e independencia y, en definitiva, a SER DUEÑOS DE SU HISTORIA


TROJES PARA ALMACENAR LA ACEITUNA.

Notas.

Esta narración ha sido posible, además de por mi familiaridad con la almazara y su entorno, gracias al recuerdo de los relatos de mi abuela Ángeles, de mi padre y de mis tíos, así como a las aportaciones de parientes y amigos. Para todos ellos mi gratitud y cariño.



Para comprender el funcionamiento de un molino de rulo me ha sido gran utilidad la Edición digital del ¨Instituto de Estudios Almerienses¨, dedicado a la Almazara de Bayarque.


LA AUTORA EN LA ALMAZARA

                                                                  
 Jerónima Bonillo Díaz. Los Correos. Palacés.

GALERÍA DE DOCUMETOS Y FOTOS

























domingo, 26 de octubre de 2014

ARCHIVO FOTOGRÁFICO DE LA VISITA A CARBONERAS. SALUDA DEL ULTIMO FARERO DE MESA ROLDÁN A OVERA VIVA.

Las asociaciones Destellos-Artefacto, La Legua, Levantisca, Overa-Viva y Argaria comienzan su andadura este curso por Carboneras.

Esta visita, que será la primera de las programadas en este periodo, al bonito pueblo marinero, discurrirá por Mesa Roldán ha contado con tres guías excepcionales.
El geólogo Salvador Alarcón ha hablado sobre la riqueza y singularidad geológica del entorno, el farero Mario Sanz Cruz nos ha mostrado el faro y el museo que, con mucha paciencia y más amor, ha ido montando allí, y el profesor e historiador Francisco Hernández Benzal ha ilustrado acerca de la historia de Carboneras, la Torre de Mesa Roldán y la nazarí Torre del Rayo.

Aquí os dejamos un pequeño testigo gráfico de lo que ha sido la visita en la mañana de este domingo.
Carboneras a través de los ojos de quiénes la conocen y aman. Fondo documental de Overa Viva.

Carboneras a través de los ojos de quiénes la conocen y aman. Fondo documental de Overa Viva.

Carboneras a través de los ojos de quiénes la conocen y aman. Fondo documental de Overa Viva.

Carboneras a través de los ojos de quiénes la conocen y aman. Fondo documental de Overa Viva.

Carboneras a través de los ojos de quiénes la conocen y aman. Fondo documental de Overa Viva.

Carboneras a través de los ojos de quiénes la conocen y aman. Fondo documental de Overa Viva.

Carboneras a través de los ojos de quiénes la conocen y aman. Mario Sanz, el último farero de Mesa Roldán con Ana Mª García, co-directora de Overa Viva. Fondo documental de Overa Viva.

Carboneras a través de los ojos de quiénes la conocen y aman. Fondo documental de Overa Viva.

Carboneras a través de los ojos de quiénes la conocen y aman. Fondo documental de Overa Viva.
Carboneras a través de los ojos de quiénes la conocen y aman. Fondo documental de Overa Viva.

Carboneras a través de los ojos de quiénes la conocen y aman. Fondo documental de Overa Viva.

lunes, 6 de octubre de 2014

VERSOS SENCILLOS A LA VIRGEN DEL PILAR, PATRONA DE MI BARRIO. Por Salvador Navarro Fernández

               

 STELLA MATUTINA, LUX DIVINA

Virgen pilarica


de Overa en el Cielo,


de la lluvia avisa


que no nos mojemos;


muéstranos la vía


por dónde andaremos


si sale con ira


el río traicionero;


protege las vidas


de tus lugareños;


que no se repita


en sus desafueros


la fiera visita


del flumen superbo


que llega deprisa


con males sin cuento


y viene y nos quita


el puente de hierro.


Que llueva, que llueva


con conocimiento,


Virgencica nuestra,


que no nos ahoguemos,


que crezca la huerta


de nuestros abuelos;


y tengamos fiesta


los vecinos buenos;


gocemos, brindemos


con las copas llenas


por estos momentos


de risa y verbena


y con fe roguemos


a ti, Virgen buena,


que nos des consejos


frente a la tormenta,


augurios del tiempo


que del cielo venga


de clima revuelto,


traigas mensajera


de tiempo sereno


y paz duradera,


de lluvia en el suelo,


regando la tierra.


                                                © Salvador Navarro Fernández.
                                                                     Octubre de 2014.

                             ………..……………………



        ¡MENOS (O MÁS) LUZ, QUE ME ENCANDILO…! (digo…¡que me “escandilo”!)


¡HOY, LAS LUCES, ALUMBRAN QUE ES UNA BARBARIDAD!

LA LUZ Y LA LUMBRE EN AQUELLOS TIEMPOS PASADOS.

        “Lux” y “lumen” (y su derivado “lumine”), latinos, son las etimologías de luz y lumbre  (de “lumine” salió “lumbre” como de “homine (m)” salió “hombre”)

        La luz y la lumbre (que también “alumbra”, lógicamente como el término indica literalmente) han sido fenómenos íntimamente ligados en la vida de la gente. También en la vida de la gente de Overa. Por otra parte, también a todos nos alumbraron cuando nos dieron a luz.

              “Azafrán de noche y candil de día, faena ·perdía·”


              “ Candil de la calle, oscuridad de su casa”


             “Tienes menos luces que un candil apagao”
             Yo nací en la era del candil y crecí en la de la luz eléctrica. Por eso recuerdo bien la primera y me deslumbré con la segunda.

            El candil, sucesor metálico de las lucernas de terracota romanas, era el más humilde de los instrumentos de iluminación con que contábamos en mi infancia. Con su mecha o torcida (“torcía”) empapada de aceite como combustible, “la mencha”, que decía la gente de mi tierra, o pabilo -de donde viene lo de “espabilarse” o despabilarse, como si dijéramos imprimirle más luz a la mente o prestar atención a un asunto, y,  de hecho, “espabilar el candil” era quitarle la parte quemada de la mecha de algodón para que iluminara más intensamente, cosa dificilísima, casi imposible, pues cuando se iba la luz eléctrica, “la luz” que decíamos, simplemente, alumbrarse con el candil era ardua misión, como sabían los directores de teatro si tenían que alumbrar la escena con candilejas.

        Consistía el candil en un recipiente metálico en forma de caja con las paredes poco elevadas e inclinadas hacia afuera, y de esquinas no totalmente cerradas, de modo que permitían mantener un extremo de la mecha, a la que se prendía el fuego y daba la llama para alumbrar, descansando en una de ellas mientras el otro extremo quedaba en el “depósito”, empapado en aceite que se difundía a lo largo de aquel cordón de algodón hasta la punta encendida.

        Era la fuente de luz nocturna de emergencia, a falta de otras más potentes, muchas veces por falta de recursos económicos en los hogares humildes.

        El quinqué, con su tubo de vidrio en forma de pera y su depósito de “gas”, que no era tal gas porque era líquido (el mismo gas que servía para “curar” catarros de garganta, aplicando un papel de estraza doblado y empapado de ese combustible al cuello del enfermo, sujeto con un pañuelo, durante una hora aproximadamente), mejoraba al candil; con su ruedecilla dorada para darle más luz o menos, con el soplido en la boca del tubo haciendo pantalla  con la mano para que el chorro de aire del soplo penetrara hasta la llama y la apagara, cuando nos íbamos a dormir. Algunos quinqués eran verdaderas obras de arte industrial y adornaban más que otros muebles.

         Y como las velas eran escasas por lo caras y menos duraderas, estaba después el carburo, como pintoresco recurso de alumbrado doméstico nocturno, con aquel chorro lumínico y su característico olor penetrante, difícil de respirar, y sin embargo, ¡qué bien soportaba la fuerza del viento de poniente en las noches de invierno cuando íbamos a cazar pájaros! Los había pequeños, muy refinados, con posibilidad de ir sujetos a un casco en la cabeza, típico de los mineros. Pero los comunes eran más sencillos y rústicos, aunque eficientes.

     Estaba también el farol, con el mismo combustible que el quinqué (como el infernillo, más tarde), que ayudaba a los regantes o “regaores” mejor dicho, a orientarse en noches sin luna, en las vicisitudes que conllevaba esta actividad cuando la tanda de riego les tocaba acabada la luz del día. Del mismo modo era útil el farol cuando alguien salía de visita a casa de algún amigo, en noche oscura. Era propio de matrimonios, pues los mozos prescindían de este elemento, de este foco de luz (del latin “focus”, fuego) sin problemas, pues los caminos, que no calles, se los conocían hasta en el menor recodo o dificultad en sus irregularidades de firme, incluídas las piedras salientes donde no tropezar.

      La linterna de petaca llegó posteriormente, y supuso un toque de progreso considerable. Para comprobar la carga de la pila se tocaban a la vez con la lengua las dos placas metálicas de los polos, que hacían una pequeña descarga cosquilleante, con mayor o menor intensidad, según la energía que tuviera la pila, acumulada.

      La imagen que ofrecían los transeúntes nocturnos con el farol era algo fantasmal y, hasta que no se aproximaban suficientemente, producían alguna inquietud, debido a que agrandaban el tamaño de las sombras del indivíduo que lo portaba.

   Finalmente contábamos con la precaria instalación de luz eléctrica de mi localidad, con aquellos cables enrollados en cordón y recubiertos con un material de goma mínimamente aislante, por lo cual, cuando habían pasado unos años por ellos si se blanqueaban las paredes, al pasar el mocho húmedo por encima podías sufrir una descarga o calambre eléctrico -¡qué curiosos los aisladores de porcelana en los que se insertaban los cables, simplemente separando los dos hilos de la red!- y sus bombillas que llamábamos peras o perillas, pues su forma era casi idéntica a esta jugosa fruta.

         Estos sistemas de alumbrado doméstico (porque el alumbrado público estaba ausente, naturalmente) fueron los que nos iluminaron las faenas diarias diurnas, y las académicas nocturnas, en horas de estudio, del único alumno de bachillerato de mi barrio, cuando volvía por la tarde de sus clases en el Instituto Laboral “Cura Valera” de Huércal-Overa; pero también los escasos ratos de ocio de la gente, en las fiestas, si bien es cierto que yo no llegué a presenciar, aunque me hubiera encantado haber sido testigo y narrarlo, el baile a la luz de un candil que debió de tener lugar aquí también, cuya música del folkclore extremeño es, sencillamente, preciosa.
                                                   


                       …………….

      La llegada e implantación del infernillo supuso el alivio de la siempre incómoda por lo difícil,  búsqueda de leña para hacer el fuego que calentaría guisos y desayunos. Fue una revolución en las cocinas. Sólo había que aplicar la cerilla encendida a la gran mecha cilíndrica que abarcaba al cuerpo central del artilugio de cuatro patas metálicas revestidas de porcelana, regulable con un tornillo como en el quinqué, siempre que el tanque de petróleo tuviera carga. 
 
La ventaja que ofrecía el infernillo sobre la lumbre era la ya dicha de la leña. Sin embargo, se hacía imprescindible disponer de cerillas permanentemente, o, al menos, de un encendedor de martillo que funcionaba con el mismo combustible que el infernillo. Mientras que para encender el fuego quemando leña, podía utilizarse cualquier procedimiento y medio de los mencionados o, incluso el “yesquero” así llamado porque haciendo girar una ruedecilla dentada mediante un golpe especial sobre una piedra también especial, saltaban chispas (“yescas”, decíamos), que ponían en combustión una mecha que, aplicada a ramitas secas y avivándola mediante soplidos, prendía el fuego.

       El mechero yesquero era de uso común entre los hombres, únicos fumadores, para encender los cigarros hechos a mano con papel de librillo y tabaco suelto en paquetes, generalmente llamados cuarterones, y otras veces en un estuche de cuero, la petaca; o bien, ya liados, de la marca Diana o Ideales normales o de los llamados Caldo de gallina, supongo que por el calor que dejaba en el pecho la aspiración de aquel humo caliente del cigarro encendido. Estos mecheros habían sustituído a otros más rudimentarios consistentes en un eslabón metálico, una piedra de las llamadas perneras (serían de pedernal) que desprendían una chispa al golpearlas con otra de su misma clase o con un trozo de hierro, y una mecha que se prendía con la chispa. Pasado el tiempo, todos ellos serían reemplazados por los encendedores a butano, más elegantes, refinados y potentes de llama, pero con la misma función: hacer fuego, el invento más deslumbrante de la Humanidad.


       Me había olvidado de las “mariposas” o lamparillas, que siendo típicas de recordatorio de las ánimas del purgatorio, servían como débil fuente de luz en ocasiones, en los frecuentes cortes de suministro eléctrico con que nos obsequiaba, primero, la empresa El Chorro y después la Sevillana, antes de que pasara a ser la actual e italiana Endesa. Estas lamparillas consistían en una mínima mecha encendida, insertada  en el centro de dos círculos de cartón delgado superpuestos, colocados sobre el mismo aceite que empapaba la mecha o pabilo del candil o de las luminarias o lucernas romanas, que, por cierto, también fueron nuestras, de Hispania, incluído el oleum jiennensis, o baeticus.

                                     ©   Salvador Navarro Fernández.
                                                         Octubre de 2014.