lunes, 6 de octubre de 2014

VERSOS SENCILLOS A LA VIRGEN DEL PILAR, PATRONA DE MI BARRIO. Por Salvador Navarro Fernández

               

 STELLA MATUTINA, LUX DIVINA

Virgen pilarica


de Overa en el Cielo,


de la lluvia avisa


que no nos mojemos;


muéstranos la vía


por dónde andaremos


si sale con ira


el río traicionero;


protege las vidas


de tus lugareños;


que no se repita


en sus desafueros


la fiera visita


del flumen superbo


que llega deprisa


con males sin cuento


y viene y nos quita


el puente de hierro.


Que llueva, que llueva


con conocimiento,


Virgencica nuestra,


que no nos ahoguemos,


que crezca la huerta


de nuestros abuelos;


y tengamos fiesta


los vecinos buenos;


gocemos, brindemos


con las copas llenas


por estos momentos


de risa y verbena


y con fe roguemos


a ti, Virgen buena,


que nos des consejos


frente a la tormenta,


augurios del tiempo


que del cielo venga


de clima revuelto,


traigas mensajera


de tiempo sereno


y paz duradera,


de lluvia en el suelo,


regando la tierra.


                                                © Salvador Navarro Fernández.
                                                                     Octubre de 2014.

                             ………..……………………



        ¡MENOS (O MÁS) LUZ, QUE ME ENCANDILO…! (digo…¡que me “escandilo”!)


¡HOY, LAS LUCES, ALUMBRAN QUE ES UNA BARBARIDAD!

LA LUZ Y LA LUMBRE EN AQUELLOS TIEMPOS PASADOS.

        “Lux” y “lumen” (y su derivado “lumine”), latinos, son las etimologías de luz y lumbre  (de “lumine” salió “lumbre” como de “homine (m)” salió “hombre”)

        La luz y la lumbre (que también “alumbra”, lógicamente como el término indica literalmente) han sido fenómenos íntimamente ligados en la vida de la gente. También en la vida de la gente de Overa. Por otra parte, también a todos nos alumbraron cuando nos dieron a luz.

              “Azafrán de noche y candil de día, faena ·perdía·”


              “ Candil de la calle, oscuridad de su casa”


             “Tienes menos luces que un candil apagao”
             Yo nací en la era del candil y crecí en la de la luz eléctrica. Por eso recuerdo bien la primera y me deslumbré con la segunda.

            El candil, sucesor metálico de las lucernas de terracota romanas, era el más humilde de los instrumentos de iluminación con que contábamos en mi infancia. Con su mecha o torcida (“torcía”) empapada de aceite como combustible, “la mencha”, que decía la gente de mi tierra, o pabilo -de donde viene lo de “espabilarse” o despabilarse, como si dijéramos imprimirle más luz a la mente o prestar atención a un asunto, y,  de hecho, “espabilar el candil” era quitarle la parte quemada de la mecha de algodón para que iluminara más intensamente, cosa dificilísima, casi imposible, pues cuando se iba la luz eléctrica, “la luz” que decíamos, simplemente, alumbrarse con el candil era ardua misión, como sabían los directores de teatro si tenían que alumbrar la escena con candilejas.

        Consistía el candil en un recipiente metálico en forma de caja con las paredes poco elevadas e inclinadas hacia afuera, y de esquinas no totalmente cerradas, de modo que permitían mantener un extremo de la mecha, a la que se prendía el fuego y daba la llama para alumbrar, descansando en una de ellas mientras el otro extremo quedaba en el “depósito”, empapado en aceite que se difundía a lo largo de aquel cordón de algodón hasta la punta encendida.

        Era la fuente de luz nocturna de emergencia, a falta de otras más potentes, muchas veces por falta de recursos económicos en los hogares humildes.

        El quinqué, con su tubo de vidrio en forma de pera y su depósito de “gas”, que no era tal gas porque era líquido (el mismo gas que servía para “curar” catarros de garganta, aplicando un papel de estraza doblado y empapado de ese combustible al cuello del enfermo, sujeto con un pañuelo, durante una hora aproximadamente), mejoraba al candil; con su ruedecilla dorada para darle más luz o menos, con el soplido en la boca del tubo haciendo pantalla  con la mano para que el chorro de aire del soplo penetrara hasta la llama y la apagara, cuando nos íbamos a dormir. Algunos quinqués eran verdaderas obras de arte industrial y adornaban más que otros muebles.

         Y como las velas eran escasas por lo caras y menos duraderas, estaba después el carburo, como pintoresco recurso de alumbrado doméstico nocturno, con aquel chorro lumínico y su característico olor penetrante, difícil de respirar, y sin embargo, ¡qué bien soportaba la fuerza del viento de poniente en las noches de invierno cuando íbamos a cazar pájaros! Los había pequeños, muy refinados, con posibilidad de ir sujetos a un casco en la cabeza, típico de los mineros. Pero los comunes eran más sencillos y rústicos, aunque eficientes.

     Estaba también el farol, con el mismo combustible que el quinqué (como el infernillo, más tarde), que ayudaba a los regantes o “regaores” mejor dicho, a orientarse en noches sin luna, en las vicisitudes que conllevaba esta actividad cuando la tanda de riego les tocaba acabada la luz del día. Del mismo modo era útil el farol cuando alguien salía de visita a casa de algún amigo, en noche oscura. Era propio de matrimonios, pues los mozos prescindían de este elemento, de este foco de luz (del latin “focus”, fuego) sin problemas, pues los caminos, que no calles, se los conocían hasta en el menor recodo o dificultad en sus irregularidades de firme, incluídas las piedras salientes donde no tropezar.

      La linterna de petaca llegó posteriormente, y supuso un toque de progreso considerable. Para comprobar la carga de la pila se tocaban a la vez con la lengua las dos placas metálicas de los polos, que hacían una pequeña descarga cosquilleante, con mayor o menor intensidad, según la energía que tuviera la pila, acumulada.

      La imagen que ofrecían los transeúntes nocturnos con el farol era algo fantasmal y, hasta que no se aproximaban suficientemente, producían alguna inquietud, debido a que agrandaban el tamaño de las sombras del indivíduo que lo portaba.

   Finalmente contábamos con la precaria instalación de luz eléctrica de mi localidad, con aquellos cables enrollados en cordón y recubiertos con un material de goma mínimamente aislante, por lo cual, cuando habían pasado unos años por ellos si se blanqueaban las paredes, al pasar el mocho húmedo por encima podías sufrir una descarga o calambre eléctrico -¡qué curiosos los aisladores de porcelana en los que se insertaban los cables, simplemente separando los dos hilos de la red!- y sus bombillas que llamábamos peras o perillas, pues su forma era casi idéntica a esta jugosa fruta.

         Estos sistemas de alumbrado doméstico (porque el alumbrado público estaba ausente, naturalmente) fueron los que nos iluminaron las faenas diarias diurnas, y las académicas nocturnas, en horas de estudio, del único alumno de bachillerato de mi barrio, cuando volvía por la tarde de sus clases en el Instituto Laboral “Cura Valera” de Huércal-Overa; pero también los escasos ratos de ocio de la gente, en las fiestas, si bien es cierto que yo no llegué a presenciar, aunque me hubiera encantado haber sido testigo y narrarlo, el baile a la luz de un candil que debió de tener lugar aquí también, cuya música del folkclore extremeño es, sencillamente, preciosa.
                                                   


                       …………….

      La llegada e implantación del infernillo supuso el alivio de la siempre incómoda por lo difícil,  búsqueda de leña para hacer el fuego que calentaría guisos y desayunos. Fue una revolución en las cocinas. Sólo había que aplicar la cerilla encendida a la gran mecha cilíndrica que abarcaba al cuerpo central del artilugio de cuatro patas metálicas revestidas de porcelana, regulable con un tornillo como en el quinqué, siempre que el tanque de petróleo tuviera carga. 
 
La ventaja que ofrecía el infernillo sobre la lumbre era la ya dicha de la leña. Sin embargo, se hacía imprescindible disponer de cerillas permanentemente, o, al menos, de un encendedor de martillo que funcionaba con el mismo combustible que el infernillo. Mientras que para encender el fuego quemando leña, podía utilizarse cualquier procedimiento y medio de los mencionados o, incluso el “yesquero” así llamado porque haciendo girar una ruedecilla dentada mediante un golpe especial sobre una piedra también especial, saltaban chispas (“yescas”, decíamos), que ponían en combustión una mecha que, aplicada a ramitas secas y avivándola mediante soplidos, prendía el fuego.

       El mechero yesquero era de uso común entre los hombres, únicos fumadores, para encender los cigarros hechos a mano con papel de librillo y tabaco suelto en paquetes, generalmente llamados cuarterones, y otras veces en un estuche de cuero, la petaca; o bien, ya liados, de la marca Diana o Ideales normales o de los llamados Caldo de gallina, supongo que por el calor que dejaba en el pecho la aspiración de aquel humo caliente del cigarro encendido. Estos mecheros habían sustituído a otros más rudimentarios consistentes en un eslabón metálico, una piedra de las llamadas perneras (serían de pedernal) que desprendían una chispa al golpearlas con otra de su misma clase o con un trozo de hierro, y una mecha que se prendía con la chispa. Pasado el tiempo, todos ellos serían reemplazados por los encendedores a butano, más elegantes, refinados y potentes de llama, pero con la misma función: hacer fuego, el invento más deslumbrante de la Humanidad.


       Me había olvidado de las “mariposas” o lamparillas, que siendo típicas de recordatorio de las ánimas del purgatorio, servían como débil fuente de luz en ocasiones, en los frecuentes cortes de suministro eléctrico con que nos obsequiaba, primero, la empresa El Chorro y después la Sevillana, antes de que pasara a ser la actual e italiana Endesa. Estas lamparillas consistían en una mínima mecha encendida, insertada  en el centro de dos círculos de cartón delgado superpuestos, colocados sobre el mismo aceite que empapaba la mecha o pabilo del candil o de las luminarias o lucernas romanas, que, por cierto, también fueron nuestras, de Hispania, incluído el oleum jiennensis, o baeticus.

                                     ©   Salvador Navarro Fernández.
                                                         Octubre de 2014.

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